Han pasado dos décadas desde que la aprobación del matrimonio igualitario marcó un antes y un después en la historia de nuestra sociedad. Fue un hito que no solo reconoció derechos fundamentales, sino que abrió un ciclo de conquistas de derechos: la primera ley trans, avances en el ámbito educativo, sanitario y familiar, y un cambio profundo en la percepción social. Para quienes estaban allí desde el principio, aquello fue el comienzo de una transformación imparable. Pero hoy, frente al auge del odio de la derecha y extrema derecha y la regresión legislativa en territorios como el País Valenciano o Madrid, el concepto vuelve a ser resistencia.
Jose de Lamo, con décadas de experiencia en el activismo y la política institucional, analiza el momento actual y los retos a futuro. Porque si algo ha demostrado el movimiento LGTBI+ es que no hay derechos garantizados sin lucha colectiva. Y que el activismo no es solo memoria o herramienta: es lo que nos ha salvado y nos sigue salvando la vida.
¿Dónde estabas tú el 30 de junio de 2005, cuando se aprobó el Matrimonio Igualitario? ¿Qué recuerdas de ese día?
Tuve la fortuna de estar en la tribuna del Congreso. En ese momento, yo era parte de Lambda, y la coordinadora general era Luisa Notario. Ella estuvo en la tribuna durante la primera aprobación, el 21 de abril. Yo no pude estar ese día, pero ella sí.
Ese día, tuve la oportunidad de estar en una de las tribunas, rodeado de muchas otras activistas. Estábamos todas allí en la tribuna, y lo recuerdo con mucha emoción.
Un grupo de activistas de Lambda organizó todo: a las cinco de la mañana salimos en coche. No había AVE todavía, así que salimos de madrugada e hicimos una parada, lo recuerdo perfectamente. Llegamos con esa mezcla de emoción, nervios y alegría por lo que estaba a punto de suceder.
Fue una experiencia increíble vivirlo tan de cerca, estar ahí en ese lugar en ese momento histórico. El presidente del Gobierno intervino, lo cual es muy poco habitual, y fue un discurso fantástico. Recuerdo que nos echaron casi de la tribuna porque no se podía aplaudir, pero igual aplaudimos… en lengua de signos.
Teníamos muchas ganas de salir, abrazarnos, besarnos, celebrar con todas las activistas. Había gente de València, pero también de toda España. Había emoción por lo que estábamos viviendo, pero también deseo que terminara para poder salir a celebrarlo.
Lo que vivimos forma parte de la historia, no solo del movimiento LGTBI+, sino de la historia de este país… incluso diría que del mundo.
¿Qué significó para ti a nivel personal?
A nivel personal, sentí una gran satisfacción al ver que las luchas —no solo las personales, sino sobre todo las colectivas— daban fruto. Fue una victoria colectiva, sin duda. Pero el hecho de luchar por algo y verlo conseguido da una satisfacción muy especial. A veces, los sueños sí se cumplen. Y eso es algo que no teníamos claro que fuera a pasar.
Cuando empezamos a reivindicar el matrimonio igualitario, yo no llevaba tanto tiempo en el movimiento LGTBI+. Había salido del armario a finales de los años 90. Me vinculé a Lambda alrededor del año 2000. Habían pasado apenas cuatro años, pero fueron cuatro años de muchísima intensidad.
La aceleración del proceso de aprobación del matrimonio también vino en parte por la virulencia de la oposición a nuestros derechos. El gobierno de Aznar y del Partido Popular, lo que llamábamos entonces “el gobierno de la homofobia”, se oponía con tanta fuerza que nuestra reacción como movimiento fue justo lo contrario: acelerar más, presionar más, empujar más.
La situación de entonces, aunque en contextos distintos, tiene ciertos paralelismos con lo que estamos viendo ahora. La homofobia institucional no es algo nuevo, tampoco la lesbofobia y la transfobia. En aquel momento se vivía de forma muy fuerte desde las estructuras del poder, desde el propio gobierno.
A nivel personal, el reconocimiento del matrimonio también fue importante. Muchos de nosotros vivíamos procesos muy complejos de salida del armario, sobre todo con las familias. Tal vez con las amistades no tanto, o al menos con las más recientes, pero con las antiguas y, sobre todo, con nuestras familias, sí era difícil.
Entonces, el reconocimiento del matrimonio significaba también una legitimación de nuestra existencia, de nuestras familias. Era decir: «Yo también me puedo casar. Esto no es algo extraño. No es algo marginal, no es algo enfermizo”, como muchos lo presentaban. Es algo tan válido como cualquier otro vínculo afectivo.
Que dos chicos o dos chicas pudieran casarse igual que una pareja formada por un hombre y una mujer representaba también una tranquilidad, una herramienta para explicar nuestras vidas con naturalidad y dignidad. Nos permitía transmitir con más fuerza nuestras circunstancias personales sin miedo, y daba un respaldo institucional brutal. Te legitimaba. Hacía más difícil que se cuestionaran tus relaciones, tus vínculos.
Y a nivel colectivo, ¿qué significó?
A nivel colectivo, fue una auténtica locura. Yo me incorporé más tarde, pero viví intensamente ese momento en el que se tomó la decisión, casi unánime, de dejar de lado las reivindicaciones centradas en las parejas de hecho, para enfocarnos exclusivamente en la lucha por el matrimonio.
En ese contexto, conseguir el matrimonio igualitario fue un sueño cumplido. Muchos pensábamos que no era viable, o al menos no tan pronto. Lo vivíamos con una intensidad enorme. No digo que el activismo de hoy no tenga fuerza, pero en aquel entonces, sin redes sociales, todo se vivía de forma muy directa: con encuentros presenciales, reuniones, asambleas, actividades diarias… Era una red construida con el cuerpo, con el estar presente, con verse, con tocarse, con compartir.
En València, al menos desde mi vivencia, la actividad era frenética. El activismo se vivía con urgencia porque, literalmente, nos iba la vida en ello. Veníamos de años muy duros bajo el gobierno de Aznar, con políticas muy regresivas que nos afectaron profundamente. En esa época, ser activista LGTBI+ era exponerse, resistir y construir al mismo tiempo.
La llegada de un nuevo gobierno supuso una ventana de esperanza. Y como movimiento, supimos leer ese momento. Desde el minuto uno tras las elecciones, la consigna fue clara: esto tiene que salir ya. Fue una promesa electoral, pero nosotros la convertimos en prioridad política. Supimos aprovechar esa primera ola de impulso reformista de los primeros años de Zapatero.
Se suele decir que después del matrimonio igualitario el movimiento se desinfló. Yo no lo viví así, y muchas otras personas tampoco. Desde Lambda y desde muchos colectivos de la Federación, la sensación fue la contraria: si habíamos conseguido esto, podíamos conseguir más. De ahí vino la Ley de Identidad de Género en 2007, los avances en educación, en salud… Tal vez no con el mismo impacto mediático o simbólico que una boda, pero fundamentales igualmente.
A nivel colectivo, todo eso nos dio autoestima, convicción, fuerza. Vimos que, si nos organizábamos y presionábamos, las cosas podían cambiar. Que si luchábamos unidas, podíamos lograr transformaciones reales. Y también entendimos que había que aprovechar cada oportunidad política para avanzar en derechos y políticas públicas que nos permitieran seguir hacia delante.
Apenas un año después, en 2006, te casaste con tu pareja en València en una boda doble con Luisa Notario, coincidiendo además con la visita del Papa a la ciudad. ¿Cómo vivisteis ese momento?
En aquel momento, cuando se debatía el matrimonio igualitario, solíamos decir —y recuerdo incluso algunos reportajes en televisión— que lo que estábamos reclamando era el derecho a decidir si queríamos casarnos o no. No pedíamos el derecho para ejercerlo de inmediato, sino para tener la libertad de decidir si queríamos ejercerlo.
En nuestras agendas personales no estaba necesariamente el matrimonio; éramos jóvenes aún. En 2005, yo tenía 27 años, así que no era algo que tuviera en mente a corto plazo. Sin embargo, el Vaticano anunció el Encuentro Mundial de las Familias para el verano de 2006, en València. Y el lema que lo presidía era claro: «El matrimonio es solo entre hombre y mujer.»
Es importante recordar que justo antes de la aprobación del matrimonio igualitario hubo manifestaciones brutales por parte de sectores conservadores, incluida la jerarquía eclesiástica. Decenas de obispos salieron a manifestarse, movilizando a centenares de miles de personas. Vivíamos una auténtica ola de rechazo a lo que habíamos conseguido.
Ese Encuentro Mundial de las Familias se organizó con todo el apoyo institucional y económico del Ayuntamiento y la Generalitat Valenciana, ambos gobernados por el Partido Popular con mayorías absolutas. Ante eso, nos planteamos cómo responder. En 2006, el orgullo en València ya empezaba a reformularse, y ese año lo enfocamos con el lema «Todas las familias importan», para incorporar la realidad de nuestras familias en las reivindicaciones.
Dentro de las acciones que se propusieron —algunas impulsadas desde Lambda— pensamos: si ellos venían a decir que el matrimonio era solo entre hombre y mujer, nosotros debíamos visibilizar que en España eso ya no era así. Que la ley permitía el matrimonio entre personas del mismo sexo. Así que planteamos hacer una boda múltiple. Queríamos ejercer el derecho que ellos querían arrebatarnos.
La propuesta tuvo eco, pero surgieron dudas. Mucha gente preguntaba si había que casarse de verdad, y entonces se echaron para atrás. Al final, Luisa Notario —que era la coordinadora de Lambda en ese momento— y yo nos miramos y dijimos: «Lo hacemos nosotras.»
Pensábamos que el movimiento LGTBI+ había conquistado derechos también gracias a poner nuestras historias personales en el centro. Como en las celebraciones del Orgullo: alegría, visibilidad, empatía. Mostrar que somos personas reales, con vidas reales, que simplemente reclamamos derechos humanos básicos. Y qué mejor forma de protestar que con dos bodas como respuesta a tanto odio.
Y así surgió. Tuvimos problemas para organizarla: inicialmente queríamos hacerla en un espacio público, que nos impidieron, al final conseguimos el patio de un instituto público, pero nos denegaron el permiso desde la Conselleria de Educación tres días antes. Finalmente, la celebramos en un casal fallero.
Y sin esperarlo, tuvo una repercusión enorme, no solo nacional, sino internacional. Había medios de Australia, de Alemania, muchísima prensa extranjera cubriendo la visita del Papa. Ese domingo, la noticia fue doble: por un lado, el discurso del Papa; por otro, que dos parejas —dos chicos y dos chicas— se casaban en València a la misma hora.
Fue una manera muy potente de visibilizar lo conseguido en España. Un mensaje claro de que aquí las cosas eran diferentes, de que esta sociedad no se alineaba con esa visión católica conservadora que intentaban imponer.
Y personalmente, fue una de las cosas más bonitas que he hecho en mi vida activista. Porque se unió lo colectivo con lo íntimo. Era una boda, sí, con nuestras familias y amistades, pero también fue un acto político, un acto de Lambda, con la implicación de muchísima gente de la organización.
¿Crees que se puede trazar un paralelismo con las resistencias sociales y políticas que estamos viendo ahora?
Es cierto que ahora vivimos una situación diferente, aunque con muchas similitudes. Existe un contexto internacional que en aquel entonces no se daba con tanta fuerza: hoy hay una agenda global de extrema derecha que quiere imponer su visión del mundo y revertir derechos conquistados. No solo se trata de los derechos LGTBI+, también están en juego los derechos de las mujeres, de las personas migrantes, y de otros colectivos vulnerables.
No me voy a extender en todo lo que pretende esta extrema derecha mundial, porque la lista sería larguísima. Pero sí es importante recordar que el gobierno de Aznar estaba formado por el sector más ultra del Partido Popular, muchos de los cuales ahora están en Vox. En ese sentido, podríamos decir que el gobierno de Aznar fue una especie de Vox en embrión. Estaban Mayor Oreja, Acebes, y otros representantes de lo más conservador del partido, muchos de ellos hoy vinculados directamente con Vox, o como mínimo ideológicamente alineados.
No creo que haya un paralelismo exacto entre entonces y ahora, pero sí una continuidad. El discurso del Partido Popular de aquella época, por mucho que luego hayan querido suavizarlo o modernizarse, sigue presente. Lo hemos visto en Madrid, lo hemos visto recientemente en València: hemos pasado de tener una ley trans autonómica que reconoce derechos a una nueva legislación que los dificulta. Y si miramos el recurso de inconstitucionalidad que el PP presentó contra el matrimonio igualitario en 2005, los argumentos que usaron entonces son los mismos que hoy vemos reaparecer en los discursos y leyes transfóbicas: que se está imponiendo un estilo de vida, que los niños tienen derecho a un padre y una madre, que hay que tener en cuenta el derecho natural… Es el mismo marco ideológico que tuvimos que combatir hace 20 años.
Hay una estrategia clara, por parte de la extrema derecha —y de la derecha tradicional que comparte muchos de sus valores— para revertir los avances que consideran “demoníacos”. Y uso esta palabra conscientemente, porque detrás de este retroceso también hay una alianza con sectores ultracatólicos, igual que entonces. Hay una visión religiosa y moralista que sigue en el trasfondo de todo esto.
Entonces, sí: lo que estamos viviendo hoy es la respuesta de quienes perdieron cuando conquistamos derechos. España fue pionera, y no fue la única, porque muchos países consolidaron avances similares. Frente a eso, la extrema derecha internacional ha articulado una contraofensiva.
Lo que ocurre ahora, sin embargo, tiene una carga emocional distinta. En su momento luchábamos por conquistar algo que no teníamos: el matrimonio igualitario, la primera ley trans. Ahora, sin embargo, lo que estamos viviendo es el retroceso de derechos que ya habíamos normalizado.
Y esa diferencia lo cambia todo.
Antes no teníamos miedo a perder algo porque no teníamos nada. Sí, teníamos miedo a las agresiones, a la discriminación, pero no a perder derechos. Ahora sí. Ahora el miedo es real, porque hay cosas que sí podemos perder —y que ya estamos empezando a perder—. Y eso genera una angustia diferente, una sensación de vulnerabilidad que se suma a la violencia institucional y simbólica que vuelve a resurgir.
El discurso es el mismo, sí. La raíz ideológica es la misma. Pero el contexto ha cambiado: ya no estamos luchando por conseguir algo, sino por no perderlo. Y esa perspectiva hace que todo se sienta más frágil y urgente.
Hablando de políticas públicas, tú has sido director general de Igualdad en la Diversidad. ¿Cómo recuerdas la situación de los derechos LGTBI+ en la Comunitat Valenciana antes del Acord del Botànic? ¿Y cómo cambió con ese gobierno progresista?
Aquí en València habíamos vivido más de dos décadas de gobiernos de la derecha: en la Generalitat, 20 años, y en el Ayuntamiento, 24. En ese contexto, el movimiento LGTBI+, y Lambda en particular, tuvo un papel muy importante. Creo que València y Lambda fueron una referencia estatal, tanto por nuestra implicación como por el liderazgo que ejercimos en muchas de las iniciativas que se pusieron en marcha en aquellos años.
Yo mismo fui coordinador de Lambda en la última etapa, entre 2009 y 2013. Luego, en 2015 llegó finalmente el cambio, pero ya antes estábamos en movimiento. También formé parte de la FELGTBI+ como secretario de organización—primero con Boti García Rodrigo, luego unos meses con Jesús Generelo—, y ya desde entonces sentíamos que algo se estaba gestando.
Desde València veíamos los avances que se lograban en otras comunidades autónomas. Por ejemplo, la primera ley trans autonómica fue la de Navarra en 2009, que con el tiempo quedó muy desfasada, pero en su momento fue un hito. Tener una norma que reconociera derechos a las personas trans más allá de la ley del 2007 fue algo muy relevante. Aquí, desde Lambda, intentamos liderar una ley trans autonómica, pero el muro del Partido Popular era infranqueable.
El gobierno autonómico era extremadamente conservador, especialmente en los últimos años antes del cambio. Por ejemplo, tuvimos vicepresidentes del Opus Dei. Incluso cuando ya Camps había dimitido, la línea ideológica se mantenía intacta. Había una hipocresía institucional muy clara: por un lado, dejaban hacer mientras no molestaras demasiado; pero por otro, nunca hubo reconocimiento real al movimiento ni a nuestras reivindicaciones.
Nuestra agenda estaba muy clara: queríamos leyes, queríamos formación LGTBI+ en el ámbito educativo, queríamos acciones concretas en el ámbito laboral, social y de la salud sexual. Teníamos propuestas claras, inspiradas muchas veces por experiencias en otras comunidades donde sí se estaban aplicando políticas reales, porque había otros gobiernos.
Y llegó el 15M. Desde mi punto de vista, el 15M lo cambió todo. Fue un despertar social muy fuerte que reconfiguró completamente la escena política. Hasta ese momento, muchas veces sentíamos que siempre éramos las mismas dando la batalla: las cuatro entidades de siempre, presentando propuestas, presionando, haciendo activismo sin parar. Pero en general, había una sensación de conformismo en la sociedad. Como si todo fuera bien y no mereciera la pena movilizarse.
Había una especie de bienestar artificial que explotó con la crisis. Aquí en València, además, hubo elementos muy duros que se fueron acumulando: el accidente del metro, la visita del Papa, los escándalos de corrupción, el caso Gürtel… Al final, entre el 15M y la corrupción desbordante, se rompió algo. No fue solo que se denunciaran irregularidades, fue que la imagen de València quedó marcada a nivel estatal como símbolo de corrupción. Pasamos de ser la ciudad de la paella a ser la del despilfarro y el saqueo institucional. Nos convertimos en la caricatura de España.
Creo que eso fue lo que rompió la paciencia de mucha gente. Y así llegó el cambio en 2015. En el Ayuntamiento primero, y luego en la Generalitat. Recuerdo muy bien ese momento. Cuando el nuevo alcalde salió a la calle por primera vez el día de su investidura, alguien de Lambda le entregó una bandera arcoíris. Fue un gesto cargado de simbolismo, tras tantos años de invisibilización institucional.
Durante décadas, nos habían ignorado. Nos dejaban hacer siempre que no molestáramos demasiado, pero nunca hubo un reconocimiento, ni al movimiento, ni a nuestras luchas, ni a nuestras vidas. Por eso ese gesto fue tan importante. Fue el inicio de una nueva etapa en la que por fin se reconocía el valor del movimiento LGTBI+ valenciano y su contribución a construir una sociedad más justa, más libre y más digna.
Con la llegada de PP y Vox a la Generalitat, ¿qué se ha desmontado, qué sigue en pie y qué está en peligro?
Cuando llegamos al gobierno del Botànic, me incorporé como Director General de Igualdad en la Diversidad. Desde ahí gestionaba varias áreas: no solo la LGTBI+, sino también políticas relacionadas con el pueblo gitano, las familias, migración, igualdad de trato y no discriminación.
En ese marco, impulsamos dos leyes muy importantes: la Ley Trans, que fue un compromiso directo con las entidades, y después la Ley LGTBI+. Creamos también servicios de atención específicos, y promovimos la creación del Armari de la Memòria, como un espacio desde la administración pública para recuperar la memoria LGTBI+.
Pusimos en marcha un sistema para introducir las realidades LGTBI+ en diferentes ámbitos, como el educativo, con profesionales que formaran y atendieran situaciones en los centros escolares. También en el ámbito sanitario, especialmente en cuestiones trans. Hubo momentos muy duros, como con la implementación de la PrEP en la lucha contra el vih, que nos costó mucho conseguir por la resistencia de la Conselleria de Sanidad.
Muchas veces, esa resistencia no se debía tanto a una LGTBIfobia directa, sino a la ignorancia. Por eso también tuvimos que hacer una labor pedagógica interna dentro del propio gobierno, explicando a muchas personas, tanto cargos institucionales como funcionarias, por qué estas políticas eran necesarias.
Fueron ocho años muy intensos. Y aunque la pandemia nos golpeó con fuerza y desvió muchos recursos y esfuerzos, conseguimos avanzar. Logramos seguir implementando políticas que, por su transversalidad, son especialmente difíciles de llevar a la práctica. Siempre digo que lo más fácil es aprobar una ley; lo realmente difícil es hacerla realidad. Formar a los cuerpos de seguridad, trabajar en centros educativos, establecer redes de personas comprometidas con los derechos LGTBI+… todo eso requiere tiempo, convicción y constancia.
Y aun así, con todo ese esfuerzo, retroceder es facilísimo. Solo hace falta una orden para que deje de hacerse todo eso. Y eso es lo que ha pasado ahora con la reforma de la ley por parte del actual gobierno. Se ha eliminado buena parte del contenido real, especialmente en el ámbito educativo, donde directamente se acaba con las charlas y contenidos sobre realidades LGTBI+.
Lo más grave es el mensaje que destila esta reforma: vuelve la idea de que las personas trans son peligrosas. Se introduce esa noción en el propio texto legal, tanto en el preámbulo como en la letra pequeña. La ley sugiere que compartir un vestuario con una persona trans es una amenaza, que puede generar incomodidad o incluso rechazo. Y eso implica considerarlas socialmente peligrosas. Además, se acepta la idea de terapias de “acompañamiento” que, en el fondo, abren la puerta a intentar que dejen de ser trans. Es durísimo. Aunque su implementación no será sencilla —porque la sociedad ha avanzado mucho—, es evidente que se trata de una regresión ideológica.
El mayor problema ha sido la rapidez y el sigilo con el que lo han hecho. Sin debate, sin aviso, sin dar tiempo a reaccionar. Mucha gente ni siquiera sabe que esto ha ocurrido. Por eso ahora tenemos una tarea urgente: explicar qué ha pasado. Y a la vez, encontrar formas de sortear este retroceso, de minimizar su impacto, de mantener viva la red de apoyo y los servicios, incluso en la adversidad.
Es como volver a los tiempos del gobierno de Aznar, cuando el ministro del Interior consideraba que una mujer lesbiana tenía un “perfil delincuencial” por serlo. Vuelve el concepto de peligrosidad. No es nuevo, pero sí muy peligroso. Pensábamos que ciertos derechos eran intocables, que no podíamos retroceder. Y esto demuestra que sí, que se puede ir para atrás.
Basta recordar los felices años veinte y cómo después vinieron los años treinta y cuarenta. Pensamos que eso no podía repetirse. Que el avance era lineal. Que ciertos consensos eran permanentes. Pero no lo son.
Estamos viendo lo mismo en Estados Unidos, en Argentina, en Hungría… la agenda política de la ultraderecha ya no necesita camuflarse ni pactar con la derecha tradicional. Avanza sola, a toda velocidad. Y a eso nos enfrentamos ahora.
Mirando al colectivo ahora: ¿cuáles crees que son los grandes retos que tenemos por delante?
Creo que el reto ahora es difícil de asumir. En este momento, lo que necesitamos es reflexionar con calma. Personalmente, siento que estoy un poco “de vuelta”, en el sentido de que, aunque ya no estoy en el gobierno, nunca he dejado de ser activista. Siempre he dicho que una no deja de ser activista porque esté en una institución. Yo he sido activista LGTBI+ desde el gobierno durante ocho años, porque siempre lo he sido, desde dentro y desde fuera.
Mi perspectiva siempre ha sido la de avanzar en los derechos del colectivo LGTBI+ con las herramientas que se tengan a mano. Cuando estaba en el gobierno, usaba las institucionales. Ahora que ya no estoy ahí, vuelvo a las del movimiento, a las colectivas. Y esa es mi herramienta ahora: el activismo social y político desde la base.
Tenemos una capacidad enorme como movimiento de intervenir, de proponer, de movilizar. Y creo que ahora el reto es entender bien en qué momento estamos. Vivimos en un mundo que va rapidísimo. Cada día me siento abrumado por la cantidad de noticias, de tragedias, de retrocesos. Desde el genocidio en Gaza, hasta lo que está pasando con los migrantes, las declaraciones de Milei, la prohibición de las banderas LGTBI+… es un cúmulo de barbaridades.
Hay tanta información que, muchas veces, cuesta ver con claridad cuál es la situación real. Pero lo que sí tengo claro es que necesitamos analizar bien dónde estamos para poder articular un modelo de resistencia eficaz. Porque sí, desgraciadamente, creo que ese es el escenario: el de la resistencia.
No sabemos cuándo habrá elecciones ni si volveremos a estar en el gobierno en dos meses o en dos años. Pero lo que sí sabemos es que tenemos que estar preparadas para un escenario muy difícil. Y desde mi punto de vista, ese es el verdadero reto ahora.
El movimiento LGTBI+ siempre ha sido soñador, pero también ha sido realista. Ha sabido leer el contexto y actuar con inteligencia política. Creo que debemos recuperar esa combinación. Volver a una etapa parecida a la anterior al matrimonio igualitario: una etapa de análisis estratégico, de establecer prioridades, de decidir qué defender primero.
Y en este momento, nuestra prioridad es defender con uñas y dientes todo lo que hemos conquistado. Porque, como decía antes, ahora mismo estamos ante una ley tránsfoba que, en algunos aspectos, es peor que no tener ley. Porque legitima la transfobia desde lo legal. Si la ley anterior se hubiera derogado por completo, incluso estaríamos en mejor situación que con estos cambios regresivos que blanquean la discriminación.
Así que uno de los grandes desafíos del movimiento LGTBI+ ahora es definir cómo vamos a resistir estos retrocesos. Porque no se trata solo de perder derechos: se trata de cómo se está normalizando y legitimando la discriminación. Nos enfrentamos a un escenario en el que vamos a estar peor que hace años, incluso peor que antes del matrimonio igualitario. Y eso ya lo estamos viendo en otros países.
El reto es resistir. Es impedir que la derecha y la extrema derecha avancen. Porque ya estamos viendo sus consecuencias, especialmente en los municipios y comunidades autónomas que gobiernan. Y hay que ver si esto tiene alguna posibilidad de reversión a corto plazo. Yo soy escéptico, por el contexto general. Pero hay que trabajarlo.
También creo que debemos prepararnos para escenarios muy reales, no hipotéticos. Lo que está pasando en Madrid o en València —y yo hablo desde València— es real: la ley ya está aprobada, y lo que toca ahora es ver cómo la van a ejecutar. Y cómo vamos a responder cuando empiecen a aplicarla y las personas trans se vean directamente afectadas.
Ese, para mí, es el reto inmediato. Es un desafío nuevo, ante una situación nueva. No es un panorama halagüeño, no lo es. Pero es el que tenemos ahora mismo. Y tenemos que afrontarlo con todas nuestras fuerzas, con estrategia, con inteligencia y con unidad.
Pero, en estos 20 años de matrimonio igualitario, ¿qué ha cambiado en el colectivo LGTBI+ en España?
Ha cambiado muchísimo. No tiene nada que ver el contexto actual con el momento del matrimonio igualitario. Creo que ese fue el gran punto de inflexión, el momento histórico en el que todo empezó a cambiar, al menos a nivel legal y social.
Ese reconocimiento fue el inicio de una cadena de avances. Después vino la primera ley trans y luego muchas otras conquistas: en el reconocimiento de nuestras familias, en el ámbito educativo, en el sistema de salud, en la protección frente a delitos de odio… Hubo una transformación profunda del Estado en muchos niveles. Pero lo importante es que, desde entonces, han pasado ya varias generaciones que han nacido con esos derechos garantizados.
Hoy en día, las personas LGTBI+ —especialmente las más jóvenes— viven con mayor libertad. Sí, siguen existiendo violencias, especialmente en contextos como el educativo, y la Federación ya lo ha señalado en sus informes sobre delitos de odio. Pero, a pesar de todo eso, creo que la juventud LGTBI+ es más libre que nunca.
Las realidades no binarias, las relaciones poliamorosas, identidades diversas que siempre han existido, pero que durante mucho tiempo ni siquiera se podían nombrar, hoy tienen espacio para expresarse. Quizá antes no se reconocían, no se les ponía nombre o no se comprendían socialmente. Ahora, no solo existen, sino que están empezando a ser visibilizadas y comprendidas.
El matrimonio igualitario no solo permitió acceder a un derecho básico, sino que abrió una puerta para que el propio movimiento LGTBI+ pudiera mirarse hacia adentro, cuestionarse, y avanzar en temas que habían quedado pendientes por la urgencia de lo más inmediato. Por ejemplo, las personas no binarias hoy siguen sin ver reconocida legalmente su identidad, pero ya existe esa reivindicación colectiva, esa visibilidad que antes no tenía espacio.
Esa evolución también permitió que nuestras familias, nuestras redes y nuestros entornos empezaran a entender mejor nuestras realidades. El surgimiento de asociaciones de familias de personas trans, por ejemplo, es fruto de ese cambio legal y social iniciado con el matrimonio igualitario y la primera ley trans de 2007. Es una auténtica revolución. Pensemos que la historia de muchas personas trans hace apenas 20 años era tener que salir huyendo de casa. Esto no ocurrió hace 40 años: ocurrió hace 15 o 20.
Hoy en día, la visibilidad ha crecido enormemente. Cada vez hay menos armarios —aunque los del ámbito laboral siguen siendo muy grandes—, y la sociedad en su conjunto ha cambiado. Hablo de la sociedad española en general. Lo que ha hecho el gobierno valenciano recientemente, desde mi punto de vista, no representa a la mayoría social. Esas leyes que han aprobado en Les Corts no reflejan lo que piensa la mayoría de la ciudadanía.
Hay, por supuesto, factores económicos y políticos que explican por qué gobierna quien gobierna, y por qué imponen esta agenda tan regresiva. Pero también tenemos que luchar por que esa mayoría social que ya existe en favor de nuestros derechos no se desvanezca, no se dé por sentada, y no se deje arrastrar por el miedo.
Porque es cierto que la extrema derecha juega con el miedo, y eso genera incertidumbre. Pero yo creo firmemente que el cambio social logrado en estos 20 años es, en muchos aspectos, imparable. Y esa es nuestra mayor herramienta como movimiento: una base social que ya ha cambiado, y que debemos seguir consolidando.
No podemos permitir retrocesos. No podemos permitir que se desmantelen nuestros derechos, ni siquiera en los lugares donde aún no se han producido. Ese debe ser uno de nuestros focos: la conciencia social y la pedagogía. Seguir generando apoyo, conciencia, voto informado. Porque al final, la gente puede quererte mucho, pero lo que necesitamos es que voten a quienes nos van a defender de verdad, cada día.
Creo que estos 20 años han servido, también, para que el propio movimiento LGTBI+ se diversifique, se multiplique, se renueve. Que haya espacio para nuevas realidades, nuevas voces, nuevas demandas. Y eso demuestra que es un movimiento vivo, que se transforma, que no está anquilosado, sino que está más fuerte que nunca gracias a la energía de las generaciones más jóvenes.
También creo que tenemos la oportunidad de construir un trabajo intergeneracional potente. Personas mayores que vivieron el franquismo, activistas históricos, y nuevas generaciones con otras formas de expresarse, pero con el mismo deseo profundo: poder ser quienes somos, vivir en libertad y dignidad.
Y ahí es donde está, para mí, el verdadero mensaje de esperanza. A pesar de las amenazas, a pesar de los retrocesos, hemos demostrado que sabemos resistir. Y no solo resistir, sino también seguir avanzando. Porque tenemos fuerza, tenemos experiencia, y tenemos memoria colectiva.
Para cerrar, ¿por qué sigue siendo importante el activismo hoy?
Porque el activismo nos salva la vida.