“No tenemos referentes lésbicos de envejecimiento”

Carmen G. Hernández llegó a pensar que era la única lesbiana de Canarias. Esa sensación de aislamiento la empujó a hacer el sexilio a Madrid, donde encontró en el activismo feminista y LGTBI+ un espacio para transformar tanto su vida como la de muchas otras.

Ha formado parte del Col·lectiu Lambda y fue Coordinadora de Políticas Lésbicas en la Federación Estatal LGTBI+, desde donde impulsó en 2008 la creación del Día de la Visibilidad Lésbica. También es creadora de ALesWay, un proyecto pionero de ocio y cultura para mujeres lesbianas y bisexuales en España.

Hablamos con ella sobre referentes, invisibilidad, sexilio, comunidad y la urgencia de repensar nuestros propios movimientos para que nadie quede fuera.

 

Hace un mes celebramos el 8M y abril es el mes de la visibilidad lésbica. ¿Cuál crees que es la relación del feminismo con el colectivo LGTBI+? 

Es una simbiosis. Un movimiento LGTBI+ está abocado al fracaso si no es capaz de mirarse a sí mismo con una perspectiva feminista, porque los mismos errores que vemos en la sociedad los replicamos dentro del propio movimiento LGTBI+, a todos los niveles. En la discriminación, con la expresión de género —que es donde el patriarcado se muestra en todo su esplendor— o en las prácticas sexistas que hemos internalizado desde pequeñas, pequeños y pequeñes. De hecho, es uno de los grandes problemas que tiene nuestro movimiento.

 

¿Qué papel histórico han jugado las mujeres lesbianas en la defensa de los derechos LGTBI+ y en la lucha feminista? 

Ninguno de los dos movimientos, tal y como han funcionado, se puede explicar sin la presencia de las lesbianas. Pienso en Empar Pineda, que se ha dejado la piel tanto en la lucha por los derechos reproductivos —que, en su mayoría, benefician primero a mujeres cishetero y cis bisexuales, pero sobre todo a mujeres cishetero— como también en la lucha por los derechos LGTBI+. 

Otra cosa es que seamos visibles, incluso en la memoria histórica. Y eso está directamente relacionado con el machismo. Por múltiples factores, las mujeres hemos sido más invisibles. Ni las lesbianas siquiera estamos incluidas en esa construcción de memoria de ambos movimientos sociales. Es un problema muy grave que perpetúa los mismos sistemas que nos oprimen como lesbianas. 

Una de las grandes luchas era que los medios dejaran de hablar del «Orgullo gay». Nos decían que qué obsesivas, pero luego venían los periodistas a las manifestaciones y solo buscaban chicos. Es que al final no te ven. Estás ahí, pero no te ven.

Buscaba manuales del movimiento LGTBI+ a nivel histórico y solo hablaban de chicos, porque decían que no había suficiente información sobre chicas. Entonces llámalo «historia de la comunidad gay», pero no invisibilices. La invisibilidad y la falta de reconocimiento que sufrimos las lesbianas en ambos movimientos es un problema muy grave.

Para mí, esta es una de las grandes cuestiones de futuro. Es importante llamar a las cosas por su nombre, porque si no, nos quedamos atascadas en las agendas. No es una sensación: seguimos, en 2025, pidiendo las mismas cosas que pedíamos en 2007 y en el 2000. Y creo que parte del problema es que tenemos una invisibilidad sistémica con la que no estamos siendo suficientemente resolutivas. 

 

En 2008, lideraste la creación del Día de la Visibilidad Lésbica. ¿Cómo surgió esta iniciativa?

En 2007 asumí la coordinación del Área de Políticas Lésbicas. Coordinadoras anteriores ya habían hecho un trabajo buenísimo para ayudar a poner nuestras demandas sobre la mesa del movimiento en su conjunto, porque nosotras siempre habíamos estado —pero en la cocina— y lo nuestro nunca llegaba. Llegó un momento de hartazgo, porque ni siquiera sabíamos cuáles eran nuestros propios problemas. No éramos claras a la hora de trasladar nuestras demandas a la agenda política. 

Eso genera una serie de realidades específicas, sobre todo en una sociedad machista. Y si además añades otras interseccionalidades —como ser trans, migrante, tener discapacidad— se complica aún más. Incluso cosas tan básicas como cuestiones de salud específicas para las lesbianas no estaban contempladas. Y seguimos sin tenerlas en la agenda mixta como, por ejemplo, el cáncer de mama, que debería ser una prioridad en la agenda mixta.

En aquel momento la sensación era que esto no podía seguir así. Pero, al mismo tiempo, ni siquiera habíamos empezado. Es cierto que en los encuentros estatales de Gandía hubo un apoyo unánime de todos los colectivos presentes para dedicar el año 2008 a visibilizar la realidad de las mujeres lesbianas. De hecho, el lema de la manifestación fue V de Visibles, por la visibilidad lésbica.

Con activistas que ya no están entre nosotras, como Angie Simonis, Mercedes Ramírez y Pepa Tascón, empezamos a organizar una serie de actividades y se nos ocurrió hacer un día para celebrar eventos que llamaran la atención de los medios de comunicación y en el que pudiéramos, al menos una vez, ser visibles. Porque el problema siempre es la invisibilidad.

Así se nos ocurrió crear un día. Organizamos eventos en distintas ciudades del Estado para llamar la atención de los medios, y conseguimos que se hablara de nosotras. Y salió muy bien: dieciséis años después se sigue celebrando, y no solo en España.

Pero la autocrítica es imprescindible. Fíjate lo paradójico que es, y habría que analizar por qué —porque hay una razón— casi nadie en España sabe que ese día es una creación española ni que nació dentro de la Federación.

Sigo creyendo que aquellos problemas siguen ahí, y que estaban —y están— profundamente relacionados con las cuestiones de género. Honestamente, en una sociedad sexista y machista, no podemos pretender que, por ser LGTBI+, eso desaparezca. Si queremos pedirle cambios a la sociedad, tenemos que empezar por nuestros propios movimientos sociales. Y no lo estamos haciendo. Se están dando pasos, pero no son suficientes.

Ese ejercicio de reclamar visibilidad fue muy importante, y lo sigue siendo. Es clave que el Día de la Visibilidad Lésbica se siga celebrando. Pero hay que ir más allá.

Y, por otro lado, hay algo que me parece importante destacar: este día es para promover la visibilidad, no para imponerla. Hay muchas razones por las que una mujer no puede ser visible: la homofobia, el sexismo, el miedo a perder el trabajo o al rechazo familiar. Celebrar por celebrar no es suficiente si no hay avance.

 

Comentabas que en 2007 reflexionastéis para identificar los problemas que os atravesaban. ¿Cuáles eran? ¿Cómo han cambiado?

Básicamente, uno de los principales problemas era la invisibilidad en todos los ámbitos. De nuevo, en las agendas LGTBI+ o en las agendas feministas nunca llegaban nuestras realidades específicas. Hicimos mucho hincapié en la cuestión sanitaria: la falta de protocolos específicos, los profesionales de la salud que solo seguían protocolos diseñados para mujeres cisheterosexuales, el no tener estudios sobre nuestra realidad específica, el no tener cifras, el no saber qué nos estaba pasando… Eso era lo único que teníamos: la falta de información, de datos, de casillas, de protocolos; la falta de apoyo a las mayores, a las más jóvenes y también la falta de apoyo entre mujeres lesbianas por otras intersecciones. Tampoco teníamos referentes. En ese momento se había aprobado la ley del matrimonio, pero había muchos problemas relacionados con la filiación —que quizá es de las pocas cosas que se han solucionado—.

Básicamente, lo que se pedía eran cosas muy básicas. También trabajamos el tema de promover prácticas sexuales más seguras. Y sigue sin ser una prioridad para el área de salud la prevención del cáncer de mama. No sé cuántas amigas hemos perdido ya por cáncer de mama. Hay que entender que las reivindicaciones deben ser transversales e incoporar todas las realidades. 

Hace dos años fui a unas jornadas y me dio por comparar las notas del área de políticas lésbicas de 2007 con las de 2023. Eran calcadas. Menos el tema de la filiación, el resto era exactamente lo mismo: la demanda de protocolos, la falta de investigación… Algo estamos haciendo mal si no hemos avanzado en nuestra agenda.

Sí, tenemos más referentes. Pero ojo con las edades: las lesbianas de mi quinta y mayores seguimos sin tener referentes. Me alegra que haya referentes jóvenes, pero… ¿y el resto de temas que pedíamos en 2007? De todo lo que pedíamos, solo dos cosas habrán mejorado.

Una de las cosas que deberíamos hacer no es tanto seguir pidiendo, sino reflexionar sobre por qué lo que llevamos tanto tiempo pidiendo no avanza. Porque si no, parece el día de la marmota. Es fantástico el Día de la Visibilidad Lésbica, pero será fantástico cuando tenga sentido. Y que tenga sentido implica hacer una revisión y una crítica de nuestro propio movimiento: ¿por qué no estamos avanzando en nuestra agenda?, ¿qué errores estamos cometiendo para que estos temas no avancen? Porque no puede ser. No podemos estar eternamente pidiendo las mismas cosas hasta 2040. Han pasado años, hemos tenido gobiernos progresistas, tenemos gobiernos progresistas, tenemos compañeras especializadas en esos ámbitos —que no culpo, porque ellas también han sufrido muchas limitaciones—.

Pero hasta qué punto estamos siendo muy poco críticas como movimiento social a la hora de entender cuál es nuestro lugar respecto a las instituciones y los partidos políticos. Cordialidad, sí, pero creo que estamos siendo muy poco duras y muy poco críticas con las instituciones y los partidos. 

Y me enfado porque no hemos avanzado apenas en 15 años. Creo que nos toca ser mucho más duras: internamente, con las instituciones y con los partidos. Quiero más estudios, quiero información, que los protocolos cambien, que la próxima generación de especialistas en ginecología sepa tratarnos. Es una vergüenza que seamos nosotras, las entidades y las ONG, quienes tengamos que encargarnos de los estudios. Para eso están las instituciones. Es un error nuestro haber asumido que esa era nuestra responsabilidad porque es responsabilidad de las universidades públicas, de los grupos de investigación, del Ministerio de Sanidad, de las administraciones públicas. No nuestra. Creo que fue un error ceder ahí porque no es justo.

 

¿Cómo fueron tus inicios en el activismo?

De adolescente estuve metida en varios temas. En el año 93 empecé a participar en la Asamblea Feminista de la Complutense y en la Asamblea de Madrid, donde conocí a activistas como Empar Pineda, entre otras. Tuve la suerte de crecer como feminista lesbiana al lado de mujeres que habían ayudado a tantísima gente, y no solo a mujeres. Mujeres que se habían dejado la piel en traer la democracia y eso me ha marcado mucho en la manera en la que entiendo el activismo.

Después estuve en Estados Unidos, y luego volví a Valencia. Ahí me metí de lleno en el colectivo LGTBI+. Estuve muy involucrada, sobre todo en Lambda, donde participé en varias comisiones. Más adelante, en Políticas Lésbicas, y también en la “cocina” de la Federación, preparando ponencias políticas y todo tipo de materiales. Fueron años de muchísimo compromiso, aunque no desde una posición especialmente visible. Hacía y escribía mucho: notas de prensa, charlas, mucha pedagogía, mucha persuasión. Ese trabajo tan duro que implica dar charlitas todos los días a pequeños grupos, responder a medios… Fue un trabajo de muchísimas horas de voluntariado.  

En Políticas Lésbicas también dábamos muchas charlas. Fueron años profundamente intensos, de dedicar muchos recursos personales al movimiento LGTBI+. 

Después vino otro tipo de activismo, no institucional, más mío. Porque no me veía en los movimientos mixtos y tampoco en el feminista. Así que he ido haciendo mi microactivismo de otra forma: desde la docencia, desde otros proyectos. Porque ya no vi más mi sitio en aquellos espacios.

 

¿Cómo ha ido cambiando durante este tiempo el activismo?

Hablo ya desde fuera porque estoy fuera adrede de los movimientos sociales organizados porque hasta que no vea un movimiento social o unas organizaciones basadas en los cuidados —a todos los niveles—, yo no vuelvo a meterme. 

Creo que hay un modelo de funcionamiento, basado en la propia escasez de recursos, que al final eso hace que se exprima a la gente, que se agote. Sin pensar siquiera en las consecuencias profesionales, económicas o de salud mental que eso puede tener. Y, de alguna manera, se acaba abusando de la buena voluntad de quienes están ahí queriendo dar tanto.

Tiene que haber límites. La persona tiene que poder garantizarse unos derechos. No puede ser que el activismo te afecte laboralmente o te destruya la salud mental. 

Si queremos transformar esta sociedad, primero tenemos que transformar nuestros propios movimientos. Esa es mi lección de vida: empieza en casa. Trata bien a la gente en casa. Sé el referente del cambio que quieres ver en el mundo. Porque no podemos permitirnos destrozar a la gente dentro de un movimiento social. Si eso pasa, no lo estamos haciendo bien. Toca abordar esto desde el cariño, sin matarnos, sin señalarnos. Porque este es el software que todas traemos preinstalado.

En su momento intentamos hacer una escuela de feminismo, precisamente para analizar desde lo cotidiano en qué formas identificamos y reproducimos el machismo día a día. Y eso es imprescindible.

Y si hay que ser más modestos en las agendas, quizá toca bajar un poco. No pasa nada por no hacer eventos tan ambiciosos, tan costosos. Bajemos un poco las expectativas a la realidad. Pero hagámoslo de forma saludable. Y seamos el ejemplo del cambio que queremos construir. 

 

Entiendo que en este alejamiento del activismo fue cuando creaste ALesWay,  un espacio de ocio y cultura para mujeres lesbianas y bisexuales. ¿Cómo fue?

Yo quería seguir haciendo cosas, pero de una manera que también me cuidara a mí misma, tanto a nivel profesional como personal. 

Alesway fue un proyecto empresarial con Lorena Navarro, sí, pero realmente era activista. La idea era ofrecer un espacio de ocio saludable, diurno, pero sobre todo un espacio de empoderamiento, de generación de redes. Muchas de las personas que venían como clientas a nuestras actividades se convirtieron en amigas, en pareja… Ha sido un proyecto muy positivo, aunque empresarialmente no funcionara. Para muchas mujeres fue un espacio sano, seguro, donde se podía hacer otro tipo de activismo.  Un activismo sin presionar a nadie a ser visible, entendiendo las realidades diversas, trabajando con mujeres que muchas veces eran invisibles en sus entornos.

Recuerdo especialmente a una mujer que era muy invisible, muy cerrada, y un día llegó a una actividad de la mano de otra chica. ¡Uf! Para mí eso era el microactivismo. No cambiamos un país, pero pudimos cambiar una vida. Y ese es el activismo que a mí no me quitaba la vida. No me arrastraba a prácticas que no eran coherentes conmigo, y además tenía un impacto real en un grupo de mujeres.

Estoy muy contenta de ese proyecto. Para mí fue la aplicación práctica de todo lo que habíamos hablado durante años sobre políticas lésbicas.

 

Has mencionado varias veces la invisibilidad y la falta de referentes. ¿Cómo te afectó? 

Ha sido duro. Yo me fui a Madrid y busqué una carrera que no existiera en Canarias porque, sinceramente, estaba convencida de que era la única lesbiana de Canarias. No había referentes en ningún sitio, y pensaba que en Madrid habría más. No sé por qué llegué a esa santa conclusión, pero si no hubiera tenido la esperanza de que en otro lugar había más gente como yo, quizá no hubiera seguido viviendo. ¡Fíjate cómo es la ignorancia, porque en Canarias hay muchísimas lesbianas!

El impacto de la falta de referentes fue tan grande que hice ese sexilio hacia Madrid que hemos hecho tantas. No tenía ningún referente, ni siquiera malo. Era tremendo.

Afortunadamente, eso ha cambiado. Sigue estando lejos de ser algo tan positivo como nos merecemos, pero me alegra que, de una edad para abajo, haya más referentes. El problema es que, de una edad para arriba, no tenemos referentes de envejecimiento. Hay muy pocas lesbianas visibles envejeciendo en nuestro entorno. Y aunque hemos conseguido cambios, yo siento que sigo sufriendo las mismas cosas de siempre: la invisibilidad. 

Ahora, con la perimenopausia y más adelante con la vejez, siento que vuelvo a estar como en todas mis etapas anteriores, con la misma falta de información, el mismo desconocimiento, los mismos problemas que cuando tenía quince años.

Cuando voy a protocolos de sanidad, me vuelvo a encontrar con ese profesional que me trata desde un marco completamente heteronormativo. Yo ya he pasado por aquí y tenía la esperanza de que, con todo lo que he currado, cuando llegara a este momento algo hubiera cambiado. 

Veo que la gente más joven ya no tiene que pasar tanto por estas cosas, y me alegro muchísimo. Pero a la vez estoy viviendo situaciones que siento que ya no tendría por qué vivir. Pero, ¿y nosotras qué? ¿No tenemos derecho a otro tipo de vejez? ¿Qué estamos haciendo mal como movimiento social para que solo las nuevas generaciones se beneficien de los cambios?

La gente más joven debería hacer un ejercicio de autocrítica sobre qué están haciendo para que la situación de las mayores también cambie. Porque los cambios no vienen con su generación, también los hemos impulsado nosotras.

Es como si a las lesbianas mayores nos hubiera tocado nacer invisibles, vivir invisibles y morir invisibles.

No lo digo como reproche. Es una cuestión de reflexionar conjuntamente sobre qué cosas hacemos bien y en qué cosas necesitamos hacer autocrítica. Y una de esas cosas es que, las tías de más de cierta edad, somos invisibles para el sistema, para el movimiento LGTBI+ y para el movimiento feminista. Y eso hay que cambiarlo.

 

En tu blog explicas que, desde la adolescencia, te han preocupado tres grandes preguntas y una de ellas es “por qué discriminamos”. ¿A qué conclusión has llegado?

Es un tema muy complejo que necesita una mirada interdisciplinar. Creo que intervienen muchos factores: sociológicos, económicos, culturales… 

Muchas veces discriminamos porque hemos aprendido unos guiones culturales que reproducimos sin darnos cuenta. Y lo positivo de eso es que, si no somos conscientes, entonces también es posible cambiarlo a través de la educación, de la persuasión. Se puede cambiar esa forma de entender el mundo, y de entendernos a nosotras mismas.

Otra cosa muy distinta es que tú seas consciente de que estás discriminando y te dé igual. Ahí es donde entran las leyes. Ahí es donde los sistemas democráticos deben actuar para proteger y garantizar los derechos. Pero a mí me genera esperanza pensar que hay personas que discriminan sin saberlo, porque simplemente han aprendido un guión. Y que, a través de la educación y la persuasión, podemos cambiar eso.

Pero ese cambio no lo podemos conseguir si adoptamos una estrategia de cancelación. Creo que ahí estamos cometiendo un error enorme. Es un error construir identidades a partir de comportamientos o actitudes. Quiero decir: que una persona diga un comentario racista no significa que sea racista. En el momento en que convertimos ese comportamiento en identidad, estamos esencializando a la persona. Y cuando esencializas, es muy difícil que esa persona pueda cambiar su forma de pensar o de actuar. Hay que separar el comportamiento o la idea de la identidad.

Me preocupa mucho esta lógica esencialista, de dicotomías. Nosotras no hacíamos eso. Íbamos por los pueblos dando charlas, escuchando comentarios homófobos, y no decíamos “Señor, usted es un homófobo”. Entendíamos que ese señor había aprendido un discurso que era homófobo, y nosotras, como personas que creemos en el cambio social, teníamos que darle una oportunidad. Teníamos que explicarnos. Y si después de eso ese señor seguía discriminando, entonces sí, entraban en juego la ley y el activismo. Pero si esencializas, como activista ya no tienes nada que hacer. En el momento en que insultas a alguien, o esa persona se siente insultada, ya no hay persuasión posible. Y ahora hay principios básicos de persuasión que no se están aplicando bien.

Esto no quiere decir que no haya que aplicar leyes. Por supuesto que sí. Pero también hay que dar oportunidades. Y saber medir. No todo es violencia.

Y si hacemos activismo desde un lugar de cancelación, de etiquetar y de esencializar, no estamos generando espacios de transformación. Lo que hacemos es que la gente deje de hablar. Y si no habla, no hay oportunidad pedagógica y esa misma persona, que no dice nada por miedo, en las siguientes elecciones vota a Vox. 

¿De verdad creemos que este país, que era profundamente homófobo, bifóbico y tránsfobo, cambió solo? Al principio, en los años 70, claro que hubo confrontación y hubo que enfrentarse a la policía. Pero después vino un trabajo larguísimo de paciencia, de negociación, de diálogo, de persuasión. Un trabajo en los barrios, en las asociaciones de vecinos, en las AMPAs. Estar presentes de manera transversal y sin juzgar.

Hemos mejorado en una serie de derechos y hemos conseguido apoyos, pero no podemos olvidar que seguimos siendo una minoría. Y como grupos minorizados, tenemos que persuadir a las mayorías. No podemos permitirnos el lujo de aislarnos.Creo que el activismo desde la exigencia es válido, pero no es eficaz. No transformamos un país solo exigiendo.

¿Estamos viendo las demandas sociales que hay ahora mismo? Hay muchas personas sufriendo muchísimo. Y tenemos que dejar de mirarnos el ombligo. Eso también tiene que ver con el marco neoliberal, y con cómo ese marco también nos ha afectado como movimientos sociales. 

Necesitamos una mirada interseccional. Pensar en conjunto con toda la sociedad. Ser más visibles, sí, pero también más solidarias. En los 70 había una mezcla de colectivos y alianzas de todo tipo. No podemos pelear solo por “lo nuestro” desde “nosotras”. Necesitamos ser lo más transversales posible. No solo exigir lo nuestro, sino también sumar por lo común.

Es difícil de explicar, pero lo que quiero decir es que tenemos que volver a ser un movimiento más solidario. Y si vamos a apoyar a las instituciones, que no sea a cualquier precio. No solo porque eso también afecta a nuestra comunidad, sino por pura solidaridad. Tenemos que dejar de estar aisladas. Y pensar que ese aislamiento también es consecuencia del contexto neoliberal. Y que, como tal, también se puede transformar.

 

Hablabas de discriminación, ¿cómo ha afectado los discursos y delitos de odio al colectivo LGTBI+? 

Creo que estamos viviendo una tormenta perfecta. Esto ocurre cuando una crisis del capitalismo salvaje va seguida de un momento en el que la sociedad pierde los papeles. Estamos en la última etapa de un capitalismo que nos ha transformado social y colectivamente. No es solo un problema político o económico: se ha incorporado a nuestras vidas a través de la precariedad y del individualismo.

Entonces han sucedido una serie de transformaciones profundas, y están ocurriendo eventos simultáneos que hacen que el patriarcado de toda la vida se vuelva a reforzar, pero utilizando ahora nuestras propias luchas para sus intereses. Quien ya miraba el mundo desde un marco discriminatorio y desigual, lo sigue haciendo ahora. Pero me preocupa sobre todo esa gente que antes te apoyaba y ahora ya no. Porque no toda la gente que vota a Vox es fascista: hay quien sí, pero también hay quien no.

Lo preocupante es que esos partidos dan una explicación a lo que muchas personas están viviendo en su día a día. ¿Es una explicación falsa? Sí. ¿Es peligrosa? También. Pero es una explicación. Y lo grave es que están triunfando porque están sabiendo persuadir, están sabiendo vender un marco. Por eso para mí es clave que el activismo de ahora —y sobre todo el del futuro— sea contextualizado.

Tenemos que explicar lo que está pasando en la sociedad, cómo los algoritmos nos desinforman, cómo se está manipulando a la gente. Pero no desde el paternalismo, ni desde la superioridad moral. No podemos tratar a nadie como si fuera tonto. Yo tengo que ser capaz de ir y ofrecer la explicación B: mostrar cuáles son las verdaderas causas del sufrimiento de muchas personas. Y para eso, no podemos insultar, no podemos cancelar, tenemos que buscar la manera de llegar con respeto. Porque las causas de lo que está ocurriendo no son ni las personas migrantes, ni las feministas, ni el colectivo LGTBI+.

Los discursos y los delitos de odio no son la causa: son el síntoma del problema. Siempre ha habido delitos de odio. Pero el auge actual tiene que ver con cómo se van perdiendo los apoyos porque hay quien cree que “el feminismo ha llegado demasiado lejos”, cuando hay hombres jóvenes que comienzan a sentirse víctimas… Eso me preocupa mucho. 

También tiene que ver con una situación real que vive mucha gente: la precariedad económica, la pérdida de dignidad, vivir endeudados, los problemas de salud mental, la falta de tiempo para socializar… Hay muchas personas pasándolo mal de muchas formas distintas. llega la extrema derecha con una explicación fácil: la culpa es de los inmigrantes, de las feministas, del “lobby gay”. Y esa explicación, aunque es una mentira peligrosa, se transmite bien. Por eso creo que nuestro discurso tiene que ir más allá. No basta con señalar el delito de odio: hay que ir a la raíz del problema.

Por supuesto que hay que abordar los delitos de odio. Pero quedarnos ahí es un error. Yo creo que tenemos que volver a los años 70, a esos espacios donde había cristianos heterosexuales de base sentados en reuniones LGTBI+, donde nos preguntábamos qué era lo que nos unía. Hay momentos pedagógicos muy valiosos —como lo que pasó con Karla Sofía Gascón— que demuestran que necesitamos una pedagogía enorme y constante.

Para mí esto es una cuestión de estrategia. Hay que cambiar la estrategia, entender mejor qué está pasando, tener una mirada más amplia y más contextualizada. Porque la violencia está subiendo de manera estructural.

 

Has mencionado varios aspectos para abordar en el futuro. ¿Cuáles son los retos a los que se enfrentan las mujeres lesbianas?

Es que son tantas cosas… La vida, estructuralmente, cada vez está más difícil, y eso también nos afecta a nosotras. Me preocupa que no estamos en un momento de avance, sino de retroceso, y eso implica que tenemos que parar y reflexionar.

Creo que los retos a los que nos enfrentamos dependen mucho de las realidades concretas. No es lo mismo ser una lesbiana joven con documentos que ser una lesbiana joven sin ellos. Las interseccionalidades lo atraviesan todo, y por eso es tan difícil hablar de “los retos” en general.

Pero si hay algo que sí compartimos muchas es la invisibilidad y  el estancamiento, y en algunos casos, incluso un empeoramiento, como en el plano económico. La precariedad está afectando todavía más, y a eso se le suma otro tema fundamental: la falta de comunidad.

Antes, cuando yo era joven, existían bares, lugares donde encontrarte con otras. Hoy, con las redes sociales, eso ha cambiado completamente. Y si no sabes moverte en redes, vuelves a estar sola. El concepto de comunidad se ha desdibujado. No solo entre lesbianas: en general, la vida comunitaria está desapareciendo. Por eso es urgente reconstruir comunidad, pero desde una mirada interseccional e intergeneracional, donde podamos ayudarnos unas a otras.

Creo que hay dos grandes necesidades clave: Por un lado, reflexionar por qué no hemos avanzado tanto como pensábamos o deberíamos. Por otro, crear espacios de comunidad que rompan el aislamiento, que nos permitan conocernos, apoyarnos y detectar lo que nos pasa colectivamente.

Espacios como las jornadas de mujeres LTBI+ son fundamentales. Pero necesitamos más: más comunidad, sacar estrategias prácticas. No solo saber qué pedimos, sino cómo lo podemos pedir. Porque eso es lo que nos va a ayudar a combatir cosas tan grandes como la soledad, el estancamiento, o la falta de apoyo. Poder compartir información, cuidarnos, apoyarnos.

Uno de los ejes fundamentales que tenemos que abordar es la creación de espacios comunitarios de mujeres LTB+, y también fomentar la participación en otros espacios colectivos de la vida cotidiana: en tu barrio, en el AMPA, en el sindicato, en el grupo de personas que juega a videojuegos… tenemos que estar ahí, visibles.

Visibles para que la próxima vez que alguien vote, se acuerde de tu cara. Para que se pregunte: “¿Si voto esto, estoy haciendo daño a esta persona que quiero?”.  Y muchas veces es así como cambian las cosas. Porque cuando pones cara a lo que está en juego, te lo piensas dos veces. “Si hago esto, mi sobrino no se podrá casar, o no podrá tener hijos…”. Parece una tontería, pero tiene un impacto real.

Apelamos a la empatía, a la humanidad. Porque no cambias a la gente exigiéndoles. Tienes que persuadirles y mostrarles que ese cambio también les beneficia a ellas, que les hará la vida mejor. Apelar a esa empatía más básica. 

Tenemos que volver al amor. Pedro Zerolo, a quien yo admiraba muchísimo, hablaba siempre de eso: del amor. Convencer desde la empatía, desde el cariño. No desde el miedo. El miedo es la herramienta de los fascistas.

Las personas tienen derecho a pensar como piensan, incluso cuando lo que piensan nos duele o nos afecta. Pero justo por eso, tenemos que hacer el esfuerzo de llegar, de hablar, de escuchar, de explicar… Y de volver, siempre, al amor.

 

Pese a todo, comentabas que hay motivos para estar alegres. ¿Cuáles? 

Me emociono porque hay mucho daño. Hablando con activistas muy importantes del movimiento, muchas veces salen los pensamientos suicidas, cuántas lo han intentado… Pero luego veo cosas pequeñas, como cuando en el campus de la universidad vi a dos chavalas de la mano y casi me echo a llorar. Me salió del alma pensar: hostia, qué guay. Porque en 1993, en la Complutense, éramos tres visibles, no más. Y ahora ves a dos chicas de 18 años cogidas de la mano en su universidad, y dices: “coño, algo hemos cambiado”. Solo por eso ya vale la pena seguir.

El cambio absoluto no existe. Siempre hay acción-reacción. Pero me quedo con que sí hemos avanzado en cosas de la vida diaria. Incluso la ley del matrimonio igualitario ha traído muchas cosas positivas. También ha tenido efectos secundarios, como fomentar una cierta heteronormatividad, sí, pero eso depende de cada persona y de su agencia.

Cuando yo nací, en este país a los tíos los llevaban a prisión por ser homosexuales. Antonio Ruiz, con 18 años, fue encarcelado y sufrió mucha violencia. No pudo tener una vida normal. Lo echaron de Valencia. ¿Cómo no vamos a ser positivos al lado de eso?

¿Sabes cuántas mujeres mayores que yo se casaron con hombres y tuvieron hijos? Sintieron tanta presión social que no pudieron hacer otra cosa. Eso también hay que valorarlo. Tenemos que ser optimistas.

Yo sigo oyendo mucha lesbofobia, y sigue habiendo mucha gente sufriendo. Nuestro movimiento social lucha por toda la comunidad, por una sociedad mejor y por un planeta mejor. Aunque sea cierto que tengas que tener agendas concretas para que las cosas salgan adelante. 

Pero que yo diga que el cáncer de mama es una urgencia, no quita que la regularización de las personas indocumentadas también lo sea. Yo no puedo cambiar el mundo solo para mí. El activismo no es luchar solo por lo que me beneficia personalmente. Eso no lo podemos hacer solas: tenemos que trabajar con todo el tejido social.

¿Qué planeta estamos dejando a la gente joven? ¿De qué sirve tener derechos si no vas a tener agua? Todo tiene que ser estructural. Y sí, hay que pelear también por “lo mío”, claro. ¿De qué me sirve tener derechos si, por lesbofobia, no me he hecho nunca una mamografía?

Tenemos que volver a una mirada interseccional y transversal. Nos toca mirar hacia atrás, ver qué cosas funcionaron, y no estar reinventando la rueda. Aprendamos de lo que sí funcionó en otros momentos. No nos quedemos solo en la anécdota. Vale que un día se tiraron piedras, pero fue solo un día. Después hubo estrategias, trabajo político, redes, organización…

Es necesario mirar qué estrategias funcionaron tan bien como para que un país profundamente transfóbico y LGTBIfóbico como este, hoy sea uno de los más seguros del mundo para nuestra comunidad. La respuesta muchas veces ya la tenemos en casa.

Algo hemos aprendido en esa resiliencia. Pero para que eso sirva, necesitamos cambiar la forma en que nos estamos organizando, los discursos, las estrategias. Volver a la comunidad, a la escucha, al amor. No desde la nostalgia, sino desde la memoria y la acción.

Yo no me conformo, pero ¿cómo no voy a valorar todo lo que sí hemos logrado?